lunes, 19 de marzo de 2012

Fuerza Para Amar


FUERZA Para Amar

por: Alejando Bullon
Conocer a Jesús es Todo
Capitulo 3
¿Tendrías el coraje de no amarlo? P apá, ¿por qué debo amar a Jesús? -me preguntó cierto día uno de mis hijos.
Tratando de encontrar una respuesta que satisficiera la curiosidad del niño, lo miré directamente a los ojos y le pregunté:
-¿Tú quieres a papá?
-Claro que sí -respondió.
-Pero, ¿pensaste alguna vez por qué quieres a papá?
Sus ojitos se movieron de un lado al otro con una rapidez extraordinaria, y con una sonrisa iluminándole el rostro, dijo:
-Porque tú me quieres a mi.
¿Entendiste, amigo mío? El amor tiene el extraño poder de cautivar. El amor engendra amor. Nadie resiste al magnetismo del amor, y una de las grandes verdades bíblicas es que Cristo nos amó de tal manera que lo mínimo que podemos hacer es amarlo también. Pero, ¿por qué el ser humano no consigue amar a Dios? ¿Sabes lo que sucede? A veces, es porque no entendemos lo que él hizo por nosotros. Constantemente decimos que él murió en la cruz para salvarnos, pero me temo que no entendemos plenamente lo que eso signffica. Hemos oído tantas veces esa frase desde niños, que es posible que nos hayamos familiarizado tanto con ella al punto de perder su verdadero significado.
Hace años, en el seminario donde yo estudié, fui testigo de una hermosa historia de amor. Uno de los jóvenes más feos del seminario se casó con una de las señoritas más bonitas. Ella era una de las jóvenes que habían llegado aquel año por primera vez. Los muchachos más apuestos, más hermosos, inteligentes y comunicativos fueron desfilando, uno a uno, intentando conquistarla, sin éxito.
Un día un colega me buscó, y me dijo:
-Estoy con problemas.
-¿Cuál es tu problema?
-Estoy enamorado.
-!Felicitaciones! Eso es fabuloso, eso no es un problema.
-Espera un minuto -dijo él-, es que me estoy refiriendo a aquella chiquilla.
Se me cortó la sonrisa, y murmuré:
-Bueno, ahí sí, eso es ciertamente un problema. Tú sabes que los muchachos más apuestos y seductores del colegio no consiguieron nada. ¿Te parece que ella te va a mirar a ti?
-Lo sé -dijo el muchacho, triste-, lo sé muy bien, pero, ¿qué puedo hacer si la amo?
Los meses fueron pasando, y el amor fue creciendo en silencio dentro del corazón de aquel Joven.
A mitad del año escolar, de repente corrieron rumores de que ella abandonaría el colegio porque no podía pagar las mensualidades.
Nuestro amigo se presentó al gerente del colegio y se ofreció para pagar las cuentas de la joven con el dinero que él había ganado vendiendo libros. Naturalmente, eso significaba para él la pérdida de un año de estudios.
El gerente trató de disuadirlo. Pero no lo consiguió. "El dinero es mío, y yo quiero pagar las cuentas de ella. Y, por favor, no quisiera que ella llegara a saber quién es el que pagó".
Así que fue él quien tuvo que abandonar el colegio aquel año para vender más libros y continuar estudiando al año siguiente.
Algunos meses más tarde me escribió una carta conmovedora. "Dices que no vale la pena el sacrificio que estoy haciendo, que ella nunca me mirará. Lo que tú no sabes es que yo la amo y no puedo permitir que ella pierda un año de estudios. Yo la amo. No importa si ella nunca llega a mirarme. Yo me siento feliz haciendo esto por ella".
Al año siguiente regresó al colegio. Su amor estaba más maduro. Tenía certeza de lo que sentía, y un día se armó de coraje y le habló. Le abrió el corazón, y le declaró sus sentimientos. Fue un momento muy triste. Ella, no sólo rechazó la propuesta, sino que, además, lo trató mal. Alguien buscó entonces a la joven, y le dijo: "Oye, tienes el derecho de decir no, pero podías haber sido más delicada con él. No necesitabas herirlo. Es verdad que es un muchacho simple, casi insignificante, sin ningún atributo físico, sin facilidad de palabra, pero él te ama tanto que el año pasado perdió el año de estudios para que tú no tuvieras que abandonar el colegio; y todo eso lo hizo sin que tú lo supieras, sin esperar nada, solamente porque te ama".
La joven quedó en estado de choque. Lloró. Le preguntó al gerente si era verdad, y al tener la confirmación, se sintió herida y humillada.
Meses después aquel muchacho anunció a sus compañeros: "Estoy novlando con ella".
Todo el mundo comenzó a pensar: "Es por lástima". "Es por compasión". Pero un día ella me dijo una cosa bonita. "Al principio, cuando descubrí lo que había hecho por mí, me sentí perturbada, fastidiada, ofendida. Pero a medida que el tiempo pasaba, comencé a pensar con más calma, y me pregunté a mí misma: "¿Acaso podría encontrar en este mundo a un joven que me ame tanto, al punto de sacrificar en silencio un año de estudios sin esperar nada, incluso sin querer que yo supiera el sacrificio que estaba haciendo?" Entonces llegué a una conclusión:
"¿Cómo tendría el coraje de no amar a alguien que me ama tanto?"
Esa frase merece ser puesta en un marco de oro. "¿Cómo tendría el coraje de no amar a alguien que me ama tanto?"
El día en que comprendamos lo que realmente sucedió aquella tarde en la cruz del Calvario, nos haremos, sin duda, la misma pregunta.
Pero, ¿qué fue lo que aconteció allí?
Vayamos con nuestros ojos al Jardín del Edén. Al crear Dios al ser humano, le dio una orden: "De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal, no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás". (1) Esa orden contenía el principio de la retribución; en otras palabras, la obediencia merece vida, y la desobediencia merece muerte. El hombre pecó. Todos nosotros pecamos y, en consecuencia, nuestra recompensa debía ser la muerte. Teníamos que morir. "La paga del pecado es la muerte", (2) pero sucede que el ser humano no quiere morir. Clama, y pide perdón. "Padre, perdóname". ¿Acaso sabe él lo que está diciendo? "Padre, yo pequé, merezco morir pero, por favor, no quiero morir". Esta súplica del hombre le crea un conflicto a Dios, porque él es Dios, y su palabra no cambia. Si el hombre pecó, tiene que morir, pero él ama al ser humano, y no puede permitir que el hombre muera. ¿Qué hacer? Si hubo pecado, tiene que haber muerte, y "sin derramamiento de sangre no se hace remisión". (3)
El hombre no quiere morir; en ese caso, algún otro tiene que morir. Alguien tiene que pagar el precio del pecado en lugar del ser humano. Y ahí aparece la figura majestuosa del Hijo. El dice: "Padre, el hombre merece la muerte porque pecó, pero antes de cumplir la sentencia quiero ir a la Tierra como hombre y vivir con él; quiero asumir su naturaleza, experimentar sus conflictos, sus tristezas, sus alegrías y sus tentaciones". Por eso fue que Cristo vino a este mundo como un niño.
El no solamente parecía humano. El era un humano de verdad. Como tú y como yo. Tuvo las mismas luchas que tienes tú y, a veces, se sintió solo e incomprendido como tú. Experlmentó tus tentaciones, y es por eso, y no simplemente porque es Dios, que él está más dispuesto a amarte y comprenderte que a juzgarte y condenarte.
El Señor Jesús vivió en este mundo 33 años. La Biblia dice que "fue tentado en todo, según nuestra semejanza, pero sin pecado". (4) Ahora bien, si vivió en este mundo como hombre, y como hombre fue tentado y no pecó, por el principio de la retribución merece la vida.
Ahora vamos a imaginar un diálogo entre Cristo y su Padre. "Padre -dice Cristo después de haber vivido en este mundo-, yo vlví en la tierra como un ser humano, y fui tentado en todo, pero no pequé. Como ser humano gané el derecho a la vida. El hombre, por el contrario, pecó y merece la muerte. No obstante, Padre, el principio de la retribución no impide que haya una sustitución, una permuta. Siendo así, la muerte que el hombre merece, quiero morlrla yo, y la vida que yo merezco, porque no pequé, quiero ofrecérsela a él".
Eso fue lo que sucedió en la cruz del Calvario. Un canje de amor. Alguien murió en nuestro lugar. Alguien murió para salvarnos.
Unos días antes de la muerte de Cristo la policía de Jerusalén prendió a un malviviente llamado Barrabás. El delincuente fue juzgado y condenado a la pena de muerte. Debía ser clavado en una cruz. Esta forma de muerte era una muerte cruel. Nadie muere debido a las heridas en las manos y en los pies. La muerte de cruz es lenta y cruel. La sangre se va acabando, gota a gota. A veces, el malhechor quedaba clavado en la cruz durante varios días, y el sol del día, y el frío de la noche, el hambre, la sed y la pérdida paulatina de sangre iban acabando poco a poco con su vida.
Después del juicio y la condena, las autoridades llamaron a un carpintero para que preparara la cruz de Barrabás. Allí estaba el delincuente, y allí estaba su cruz. Preparada especialmente para él, con sus medidas y con su nombre. Pero aquel día los judíos prendieron a Jesús. El también fue juzgado y condenado. La historia cuenta que un hombre llamado Pilato, intentando defenderlo, presentó delante del pueblo a Cristo y a Barrabás, y dijo:
-En estas fiestas tenemos la costumbre de soltar un prisionero. ¿Quién queréis que os suelte esta vez, a Cristo
o a Barrabás?
El pueblo gritó, enfurecido:
-¡Suelta a Barrabás! ¡Crucifica a Cristo!
Me parece que si alguien entendió alguna vez en toda su plenitud el sentido de la expresión: "Cristo murió en ml lugar", fue Barrabás. Sencillamente, no podía creerlo. Tal vez pellizcase su piel para saber si realmente estaba despierto. El, el malviviente, el delincuente, estaba libre. Y aquel Jesús, manso y sin malicia, que sólo vivió sembrando amor, devolviendo la salud a los enfermos y la vida a los muertos, estaba allí para morir en su lugar. Yo me imagino que Barrabás pensó: "Nunca tendré palabras suficientes para agradecerle a Cristo el haberse cruzado en mi camino. Si él no hubiera venido, yo estaría condenado Irremediablemente".
Ya no había más tiempo para llamar al carpintero y pedirle que preparara una nueva cruz para Cristo. Además, allí estaba una cruz vacante, disponible, con las medidas de otro, con el nombre de otro, preparada para otro. Y aquella tarde, mi querido joven, cuando Cristo ascendió al monte Calvario cargando una pesada cruz -me gustaría que entendieras bien esto-, aquella tarde triste, Jesús estaba cargando una cruz ajena, porque para él nadie jamás preparó una cruz. ¿Sabes por qué? Simplemente porque él no merecía una cruz. Aquella tarde Cristo estaba cargando mi cruz. Era yo quien merecía morir, pero él me amó tanto que decidió morir en mi lugar y ofrecerme el derecho a la vida, el derecho que él, como hombre, había conquistado.
Finalmente los hombres llegaron a la cima del monte. Depositaron la cruz en el suelo y con enormes clavos le
atravesaron las manos y los pies. Entonces levantaron la cruz y con el peso del cuerpo sus carnes se rasgaron. Un soldado le había colocado en la frente una corona de espinas. La sangre le corría lentamente por el rostro. Otro soldado lo hirió en el costado con una lanza. Allí estaba el Dios-hombre muriendo por amor. El Sol ocultó su rostro para no ver la miseria de los hombres; el cielo lloró en un torrente de lluvia. Hasta las aves de los cielos y las bestias de los campos corrieron de un lado a otro, intuyendo en su irracionalidad que alguna cosa extraña había acontecido. Sólo el hombre, la más bella e inteligente de las criaturas, parecía ignorar que en aquel instante estaba en juego su destino eterno.
Horas después, cuando los judíos volvieron a sus casas, allá en aquella montaña solitaria, en medio de los ladrones, pendía agonizante el maravilloso Jesús, entregando su vida por la humanidad.
¿Te detuviste, alguna vez, a pensar en el significado de aquel acto de amor?
No fue un loco suicida el que murió en la cruz. No fue un revolucionario social el que pagó allí con su vida. Era un Dios hecho hombre, y como hombre tenía miedo de morir. Poseía el instinto de la conservación. Tenía tanto miedo de morir que, en la noche anterior, en el Getsemaní, dijo a su Padre:
-Padre, tengo miedo de morir. Si tuvieras otro medio de salvar al mundo, si me quitaras esta prueba, yo te
quedaría muy agradecido.
Y yo tengo la certeza de que Dios dijo:
-Aún estás a tiempo de volverte atrás, hijo mío.
Toda la vida de la humanidad estaba en sus manos. El tenía miedo de morir, pero su amor era mayor que el miedo, mayor que la vida. ¿Cómo abandonar al hombre en un mundo de desesperanza y de muerte? Eso es lo que tal vez yo nunca consiga entender. ¿Por qué me amó tanto? ¿Entiendes el significado de tu vida? Eres lo más importante que tiene Cristo. El te ama de tal manera que, aún teniendo miedo de la muerte, la aceptó para verte feliz. No sólo para verte llegar a ser miembro de la iglesia, sino para verte realizado y feliz.
Volvamos ahora al razonamiento inicial. El hombre pecó y merece morir. Pero él va a Dios, y le dice:
-Padre, perdóname. En otras palabras:
-Yo no quiero morir.
-Hijo, yo no puedo cambiar el principio. La paga del pecado es la muerte. No hay otra salida.
-Padre, perdóname, por favor, perdóname -dama el hombre en su desesperación.
El pastor H.M.S. Richards cuenta una historia de cuando era muchacho.
Dice que le gustaba saltar la cerca y tomar las manzanas del vecino. Un día la madre lo llamó y, mostrándole una vara verde, le dijo: -¿Ves esta vara? -Sí, mamá.
-Si vuelves a tomar una manzana del vecino voy a castigarte cinco veces con esta vara, ¿entendiste?
-Sí, mamá.
Los días pasaron. Las manzanas estaban cada vez más rojas, y el muchacho no consiguió resistir la tentación. Saltó la cerca y comió manzanas hasta quedar satisfecho. Lo que no esperaba era que al volver a su casa la madre estuviera aguardándolo con la vara verde en la mano. Tembló. Sabía lo que iba a suceder. Casi sin pensar, suplicó:
-Mamá, perdóname.
-No, hijo -dijo la madre-, yo dije una cosa y tendré que cumplirla.
-Mamá, por favor, te prometo que nunca más volveré a hacer eso.
-No puedo hijo, tendrás que recibir el castigo.
-¡No, mamá!
-Entonces, sólo existe una solución, hijo mío.
-¿Cuál? La madre le entregó la vara, y le dijo: -Toma la vara, hijo mío. En lugar de castigarte yo a ti con esta vara, tú vas a azotarme a mí. El castigo tiene que cumplirse, porque la falta existió. Tú no quieres recibir el castigo, pero yo te amo tanto que estoy dispuesta a recibir el castigo por ti.
"Hasta aquel momento yo había llorado con los ojos -contó Richards-, pero entonces comencé a llorar con el corazón. ¿Cómo tendría el coraje de golpear a mi madre por un pecado que no había cometido?" ¿Entendiste el mensaje? Eso es, exactamente, lo que sucede entre Dios y nosotros cuando después de pecar, suplicamos perdón. El nos mira con amor, y dice:
-Hijo mío, pecaste y mereces la muerte, pero no quieres morir. Entonces sólo hay una solución, hijo mío.
-¿Cuál es? -preguntamos ansiosos.
-En lugar de que mueras tú por el pecado que cometiste, estoy dispuesto a sufrir la consecuencia de tu error
-responde él con voz mansa.
Richards no tuvo el coraje de castigar a su madre por una falta que él había cometido. Pero nosotros tuvimos el coraje de crucificar al Señor Jesús en la cruz del Calvario. Continuamos crucificándolo cada día con nuestras actitudes. Y él no dice nada. Como cordero es llevado al matadero y como oveja muda delante de sus trasquiladores, no abre la boca, no reclama, no exige derechos, no piensa en justicia. Solamente muere, muere lentamente, consumido por las llamas de un amor misterioso, incomprensible, infinito.
No, yo nunca tendré palabras suficientes para agradecer lo que él hizo por mí. Yo nunca podré entender la plenitud de su amor por mí. Pero, al levantar los ojos hacia aquella montaña solitaria, y ver colgado en la cruz a un Dios de amor, mi corazón se enternece y exclama como la joven del colegio:
"¿Cómo tendría el coraje de no amar a alguien que me ama tanto?" 

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