16 de abril
"Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de
entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno
tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también
hacedlo vosotros." Col. 3: 12, 13.
Durante las horas de la noche,
mientras otros duermen, oro para que la importante obra que se me ha entregado
sea realizada tan desinteresada y fielmente como para que Dios pueda aprobarla.
No es para mí motivo de ansiedad lo que otros pueden pensar o hacer, sino ¿qué
debo hacer yo para glorificar a Dios?, y ¿soportará mi obra el examen divino?
¿Ha sido eliminada de mí toda mirada altanera? ¿Está mi corazón en armonía con
Jesús, el humilde Hombre del Calvario? Lloro, oro y trabajo evaluando mis
motivos y sentimientos a la luz de la eternidad y, si llego a estar por fin
entre los salvados, ello será por el incomparable amor de mi Redentor.
¡Oh, cuán grande ha sido ese amor que soportó la abnegación y el
sacrificio de sí mismo por mí! Todo lo que podamos hacer será siempre muy poco.
Bien podemos decir que somos siervos inútiles. Tan ciertamente como nos
exaltamos a nosotros mismos y tratamos de sentarnos en el sitial más elevado,
Dios nos humillará en alguna forma muy penosa para la naturaleza humana... Mi
esposo, debemos cultivar el espíritu de Cristo. Son muchos los que profesan la
verdad y necesitan su influencia santificadora en sus corazones. Un trato
honesto y una profesión exaltada pueden caracterizar la vida, pero la falta de
la verdadera bondad, nobleza de alma y conducta conciliatoria neutralizarán todo
el bien que sean capaces de hacer. Una religión amarga y condenatoria no
encuentra ejemplo en la religión de Cristo. . .
Debemos cultivar el
hábito de las palabras amables, las miradas placenteras y la cortesía
desinteresada, porque ellas adornarán nuestros caracteres con un encanto que nos
asegurará el respeto y aumentará nuestra utilidad diez veces más de lo que
podría ser de otro modo en palabras y conducta. . .
Tendremos que rendir
cuentas a Dios en el más allá, y no quisiéramos ser avergonzados por ellos
debido a que [los registros] llevan la estampa de las contradicciones del
impulso y del egoísmo. Necesitamos tener en cuenta la gloria de Dios, nuestro
templo purificado del egoísmo... y nosotros asimilados a su imagen divina.
Crezcamos en la gracia. Aferrémonos con fe de Jesucristo y seremos sostenidos
por su poder (Carta 22, del 16 de abril de 1880, dirigida a Jaime White, su
esposo, quien todavía era presidente de la Asociación General).
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