"Todo lo
hizo hermoso en su tiempo." Ecl. 3: 11.
Dios desea que veamos la
hermosura natural del mundo. Desea que la veamos y eduquemos a nuestros hijos
para que vean que es una expresión del amor de Dios por el hombre. Hay una voz
que les habla a ustedes, padres, para ablandar y subyugar sus corazones.
Recuerden siempre al que hizo el cielo y la tierra, al que revistió el mundo con
esa alfombra de terciopelo verde, que nos ha dado los encumbrados árboles
recubiertos de su verde follaje. Pero en lugar de alabar a Dios, que hizo todas
estas cosas, los seres humanos hablan de las cosas hechas por el hombre, y
piensan en sus hermosas casas y en sus ropas tan ricamente adornadas. Todo esto
requiere tiempo y dinero. ¡Y eso significa almas!
Dios nos ha dado
dinero a fin de que lo empleemos para su gloria. ¡Oh, si se pudiera descorrer el
velo y si sólo pudiéramos tener una vislumbre del amor de Dios que sobrepuja
todo entendimiento! Apenas me atrevo a referirme a la gloria que nos espera. ¿A
quienes? A cada alma que haya sido probada y que tenga la mira puesta en la
gloria de Dios, que sea leal a la verdad del cielo. El honor, la gloria y los
aplausos del mundo no valen nada para nosotros.
¿Qué pasa con el alma
que ha aceptado a Jesucristo como su Salvador personal? El amor fluye del
corazón divino al del creyente. ¿Qué hace entonces ese corazón? Se dedica a
servir a Dios y a guardar sus mandamientos para que no se lo encuentre en la
condición de Adán y Eva después de la transgresión. No podemos permitir esto. No
podemos darnos el lujo de pecar. El pecado es realmente muy caro. . .
Queremos entrar por las puertas de la ciudad eterna. Cuando se abran las
puertas de perla, desearemos escuchar la bienvenida. Queremos que ciña nuestra
frente la corona de gloria inmortal. Queremos recibir la túnica tejida en el
telar del cielo, tan blanca que no hay blanqueador en la tierra que pueda lograr
su pureza. Queremos ver al Rey en su hermosura y contemplar sus incomparables
encantos. . . Les ruego que depositen sus tesoros en el cielo. Líbrense de todo
lo que confunda la mente y les impida establecer la diferencia que existe entre
lo sagrado y lo común ( Manuscrito 20 , del 18 de marzo de 1894, "El cuidado del
Padre por sus hijos").
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