"Si
alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea
Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por
los siglos de los siglos. Amén." 1 Ped. 4: 11.
Todas las diversas
facultades que los hombres poseen, cuerpo, alma y espíritu, se las da Dios para
que puedan ser educadas y disciplinadas, y logren alcanzar el más alto grado
posible de excelencia. El instrumento humano debe cooperar con el propósito
divino, y al hacerlo el hombre llega a ser colaborador de Dios. Toda facultad,
todo atributo que el Señor nos ha dado, debe ser empleado para glorificar su
nombre. Debemos cooperar con el Maestro para restaurar la imagen moral de Dios
en el hombre, y al llevar el yugo de Cristo, al aprender diariamente la
mansedumbre y la humildad de Jesús, él nos puede usar de manera que seamos una
bendición para nuestros semejantes.
Al ser enseñado el hombre
primeramente por Cristo, y al guardar después su mente y su alma, ello cumplirá
un propósito santo, puesto que elevará sus pensamientos hacia lo puro y lo que
ennoblece, y despertará devoción y gratitud en el alma de sus semejantes por
medio de sus palabras y su ejemplo. Al actuar de este modo será colaborador de
Dios. No empleará los dones que se le han confiado para exaltarse a sí mismo o
para buscar la alabanza de los hombres, sino para exaltar a Dios, para inspirar
las mentes, no para meditar en la gloria que van a alcanzar, sino en cómo pueden
ser una bendición para sus semejantes e instrumentos eficaces para inducir a las
almas a contemplar las cosas divinas. Debe enseñar a otros, por precepto y
ejemplo, a caminar en las pisadas de Cristo. Entonces su propia mente estará
equilibrada, y sus talentos serán considerados dones de Dios para ser empleados
en su gran plan, con el fin de ayudar en todo lo posible. Al actuar en armonía
con el gran plan de Dios, encontrará el lugar que el Señor le ha señalado.
Logrará la perfección del carácter de Cristo mediante la gracia que Dios le dé.
Debido a que la gracia de Dios lo eleva, está preparado, gracias a la
transformación de su propio carácter, para elevar por precepto y ejemplo a sus
semejantes. . .
Esta vida de prueba se le concede a los hombres para que
logren la perfección que ha de constituir el carácter de todos los salvados. La
ley de Dios es un reflejo de su carácter ( Carta 46 , el 22 de mayo de 1900,
dirigida a Daniel Steed, un creyente australiano).
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