"¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó para no obedecer a la
verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue presentado claramente entre
vosotros como crucificado?" Gál. 3: 1.
La tarea de nadie, no importa
cuál sea su posición, puede compararse con la extraordinaria obra en favor del
hombre caído. El tema es tan trascendental, tan importante. Entonces, ¿por qué
tan pocos le prestan atención? Los hombres actúan como si no tuvieran almas que
salvar, ni cielo que ganar, ni infierno que rehuir. ¿Qué significa eso?
El apóstol Pablo interroga: ¿Quién os fascinó para no obedecer a la
verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre
vosotros como crucificado?" Para el apóstol, la verdad era tan grande, tan
clara, tan relevante, puesto que los intereses eternos estaban en juego, que
sólo podía atribuir al cautivante poder de Satanás la constante impiedad y
negligencia de esa salvación excelsa. ¿No hay muchos, ahora, que están tan
fascinados con las estratagemas de Satanás que no obedecen la verdad? ¿No ven
las ventajas de obedecer? ¿Quién es, entonces, necio? Son los que no han buscado
al Señor para que los ayude a dejar de transgredir su Ley.
No hay nada
tan ofensivo para Dios como el pecado. En vez de invalidar la Ley de Dios al
permanecer en el pecado, cada alma realmente convertida transitará el sendero de
la humilde obediencia a todos los mandamientos de Dios. Indagará en las
Escrituras para conocer la verdad. ¿Quién embelesó al impenitente, al
transgresor que escoge el pecado y no la verdad? Es el poder de Satanás que
llegó a Adán y Eva en el Edén, el poder capcioso y cautivante del ángel caído. .
.
¡Cuán pocos hablan del inmenso sacrificio de la vida de Jesús para
salvar al pecador culpable! Si valoráramos el amor manifestado por Dios hacia
nuestras almas seríamos ennoblecidos al apropiamos de los méritos de Jesucristo,
ya que sin su justicia el hombre no podría rendir a Dios obediencia perfecta.
Cristo lleva sobre sí el pecado del hombre. Cristo imputa al hombre su justicia.
. . .
El condescendió al someterse a este gran sacrificio para que el
pecado no se transformara en una virtud en el hombre, para que la maldad no
fuera considerada como justicia. El dio los pasos que se requieren del hombre
cuando se convierte. Se adelantó para bautizarse y cuando salió del agua se
arrodilló y ofreció a su Padre una oración como el cielo nunca había oído antes.
Los cielos fueron abiertos y de ellos descendió luz como una paloma de oro
bruñido, que envolvió al Hijo, y se oyó una voz del cielo que dijo: "Este es mi
Hijo amado, en quien tengo complacencia" Mat. 3: 17 (Manuscrito 25, del 14 de
julio de 1887, "Un pueblo singular").
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