"Porque
con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís,
os será medido." (Mat. 7: 2.)
Anoche estuve con insomnio la mayor parte
del tiempo. Muchos símbolos pasaron ante mi. Uno de ellos fue una escena en un
concilio donde varios estaban presentes. Un hombre se puso de pie y comenzó a
criticar a uno de sus hermanos. Miré las vestiduras del que hablaba, y vi que
eran indignas.
Otra persona se levantó, y empezó a mencionar su
resentimiento contra un compañero en la obra. Sus vestiduras eran de otro
modelo, y también indignas. Aun otro, y otro, se pusieron de pie y emitieron
palabras de acusación y de condenación con respecto al comportamiento de los
demás. Cada uno tenía algún problema del cual hablar, algún defecto que
encontrar en otros. Todos estaban ocupados en presentar las debilidades de
cristianos que están tratando de hacer algo en nuestro mundo; y declararon
reiteradamente que algunos estaban descuidando esto o aquello; y así
sucesivamente.
No había realmente orden ni amable cortesía en la
asamblea. En su ansiedad por hacerse oír comenzaban a hablar mientras otros aún
estaban hablando. Las voces se elevaban en un esfuerzo por lograr que todos
escucharan por encima de la estridente confusión. . .
Después que muchos
hablaron, Uno de autoridad apareció y repitió las palabras: "No juzguéis, para
que no seáis juzgados" (Mat. 7: l). Cristo mismo estaba presente. Una expresión
de dolor invadía su semblante a medida que uno tras otro se adelantaba, con
ropas indignas, para explayarse en las faltas de diversos miembros de la
iglesia.
Finalmente, el Visitante celestial se levantó. Tan empeñados
estaban los presentes en criticar a sus hermanos que de mala gana le dieron la
oportunidad de hablar. El declaró que el espíritu de crítica, de juzgarse unos a
otros, era causa de la debilidad en la iglesia actual. Se dicen cosas que nunca
deberían expresarse. Todo el que con sus palabras coloca un obstáculo en la
senda de un compañero cristiano tiene una cuenta que arreglar con Dios.
Con ferviente solemnidad, el orador declaró: "La iglesia está compuesta
de muchas mentes, cada una de las cuales tiene su individualidad. Yo di mi vida
para que los hombres y mujeres, por la gracia divina, pudieran armonizar y
revelaran una copia perfecta de mi carácter, aunque al mismo tiempo retuviesen
su propia individualidad. Nadie tiene derecho a destruir o someter la
individualidad de cualquier otra mente humana por medio de palabras de críticas,
censura y condenación" (Manuscrito 109, del 21 de julio de 1906, "Amor hacia
Dios y el hombre").
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