"A
lo suyo vino, y los suyos no le recibieron."
Juan 1: 11.
El que compró a
la familia humana con su propia sangre, considera ofensa personal todo insulto
lanzado a un hijo suyo. Su ley existe para extender el escudo de la protección
divina sobre cada alma que confía en él.
Las acusaciones de Cristo, los
ayes que pronunció, fueron seguidos por exclamaciones de profundo dolor. . .
Justamente antes de su crucifixión, contempló la ciudad de Jerusalén y
lloró sobre ella diciendo: "Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu
día, lo que es para tu paz!" (Luc. 19: 42). Entonces hizo una pausa. Habían
llegado a la cima del monte de las Olivas, y los discípulos, al contemplar
Jerusalén, iban a estallar en exclamaciones de alabanza; pero vieron que su
Maestro, en lugar de estar alegre, estaba angustiado y a punto de llorar.
Cristo se estaba acercando al final de su misión y él sabía que cuando
llegara ese momento el tiempo de prueba de Jerusalén habría terminado. Pero le
costaba pronunciar las palabras de condenación. Por tres años había buscado
fruto sin encontrar nada. Durante ese lapso su alma tuvo un solo propósito:
Presentar las solemnes amonestaciones y las misericordiosas invitaciones del
cielo a su pueblo desagradecido y desobediente. Anhelaba ardientemente que el
pueblo recibiera sus palabras.
¡Cuán misericordiosamente los había
invitado! Con cuánta ansiedad había trabajado para despertar en sus corazones la
comprensión de que él era la única esperanza de Israel, el Mesías prometido. . .
La obra de su vida consistió en convencer a su pueblo desobediente de que él era
su única esperanza. Lo llevó junto a su corazón. Hizo todo lo que pudo para
salvarlo. Pero al terminar su obra en este mundo se vio obligado a decir en
medio de la angustia y las lágrimas: "Y no queréis venir a mi para que tengáis
vida" (Juan 5: 40).
Las nubes de la ira divina se estaban acumulando
sobre Jerusalén. Cristo vio la ciudad sitiada. La vio perdida. Con la voz
alterada por las lágrimas exclamó: "¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en
este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos" (Luc.
19: 42).
Extiendo esta suave reprensión. . . a los que avanzan ahora por
el mismo terreno, yrechazan los mensajes de la gracia de Dios ( Carta 317 , del
10 de abril de 1905, dirigida a los "queridos hermanos en el ministerio y en la
obra médico misionera").
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