"Así que,
todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también
haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas." Mat. 7: 12.
Cristo vino a enseñarnos no solamente lo que debemos saber y creer, sino
también lo que debemos hacer al relacionarnos con Dios y nuestro prójimo. La
regla de oro de la justicia requiere que hagamos con los demás lo que
quisiéramos que nos hicieran a nosotros: "Han sido adquiridos con la sangre del
Salvador; han sido comprados por precio".
En toda nuestra relación con
nuestros prójimos, ya sean creyentes o no, debemos tratarlos como Cristo los
trataría en nuestro lugar. Si es para nuestro bien presente y eterno obedecer la
ley de Dios, será para su bien presente y eterno que lo hagan también. Nuestra
meta más alta debe consistir en que seamos para ellos obreros médico misioneros
de acuerdo con la orden de Cristo. . .
Todos los que entren por las
puertas de perla en la ciudad de Dios, deberán haber manifestado a Cristo en
todas sus actividades. Esto es lo que los convierte en mensajeros de Cristo, en
sus testigos. Deben dar un testimonio claro y definido contra todo mal proceder,
y señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El da poder, a todos
los que recibe, de ser hijos de Dios.
La regeneración es la única senda
por medio de la cual podemos llegar a la ciudad santa. Es angosta, y estrecha la
puerta de entrada, pero por ella debemos guiar a hombres, mujeres y niños,
enseñándoles que para ser salvos deben tener un nuevo corazón y un nuevo
espíritu. Los antiguos rasgos de carácter hereditarios deben ser vencidos. Los
deseos naturales del alma deben cambiar. Se debe renunciar a todo engaño, toda
falsificación y toda maledicencia. Hay que vivir una vida nueva, que hace de
hombres y mujeres seres semejantes a Cristo. Debemos nadar, por así decirlo,
contra la corriente del mal.
El camino que conduce al cielo es angosto,
cercado por la ley divina de Jehová. Los que lo siguen deben negarse
constantemente a sí mismos. Deben obedecer las enseñanzas de Cristo. . . No
confiemos en el hombre, sino en Jesucristo, que murió para que pudiéramos
obtener justicia ( Carta 103 , del 9 de abril de 1905, dirigida a E. S.
Ballenger, uno de los administradores del Sanatorio Paradise Valley).
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