"Si
Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican; si Jehová no
guardare la ciudad, en vano vela la guardia." Sal. 127: 1
Nosotros, los
que vivimos en las postrimería del tiempo, tenemos el privilegio de estudiar el
Antiguo Testamento en conexión con el Nuevo. Nuestra fe y valor debieran
fortalecerse al ver cómo las profecías se cumplen. Pero ¡cuántos hay que son
incrédulos! ¡Cuántos hay que revelan egoísmo y rudeza en su trato mutuo!
¡Cuántos cristianos profesos nunca parecen satisfechos a menos que estén
empeñados en una contienda! ¡Cuántos hogares están quebrantados debido a que sus
miembros reciben las sugerencias de Satanás y actúan de acuerdo con ellas!
En el cielo no se hablan palabras desagradables. No se cultivan allí
pensamientos hirientes. No hay lugar allí para la envidia, las malas sospechas,
el odio y la contienda. Una perfecta armonía impregna las cortes celestiales.
Satanás sabe bien cómo es el cielo y cuál es la influencia de los
ángeles. Su obra consiste en introducir en cada familia los crueles elementos de
la obstinación, la rudeza y el egoísmo. De esta manera trata de destruir la
felicidad de la familia. El sabe que el espíritu que gobierne el hogar será
introducido en la iglesia.
Cuiden siempre el padre y la madre sus
palabras y acciones. El esposo debe tratar a su esposa, la madre de sus hijos,
con el debido respeto, y la esposa debe amar y reverenciar a su marido. ¿Cómo
podría ella hacerlo si él la trata como a una sirvienta. en forma dictatorial,
dándole órdenes, burlándose y encontrando faltas en ella delante de sus hijos?
De esa manera la conduce a tenerle aversión y aun a odiarlo.
Quiera Dios
ayudar a los padres y a las madres a abrir las ventanas del alma hacia el cielo
y permitir que el brillo de la luz de Cristo se introduzca en la vida del hogar.
A menos que lo hagan, se verán rodeados por una bruma y una neblina de las más
dañinas para la espiritualidad.
Padres y madres, introduzcan dulzura,
brillo y esperanza en la vida de sus hijos. La amabilidad y el amor obrará
maravillas. Nunca castiguen a un hijo en forma airada. Al hacerlo actúan como
niños crecidos que no han superado la irracionalidad de la niñez ¿Se esforzarán
fervientemente para poder decir. "Mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de
niño"?" (1 Cor. 13: 11).
Antes de corregir a sus hijos, asegúrense de
conversar con su Padre celestial. Cuando sus corazones se hayan suavizado por la
simpatía, conversen con el que cometió el error. Si el asunto puede solucionarse
sin el uso de la vara, tanto mejor (Manuscrito 71, del 29 de mayo de 1902,
"Palabras a los padres").
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