"Porque
de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna." Juan 3: 16.
Después que el Salvador ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches,
"tuvo hambre". Entonces fue cuando Satanás se le apareció. Vino aparentando ser
un hermoso ángel del cielo, declarando que Dios lo había comisionado para poner
fin al ayuno del Salvador. "Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se
conviertan en pan" (Mat. 4: 3). Pero en la insinuación de desconfianza de
Satanás, Cristo reconoció al enemigo cuyo poder había venido a resistir en la
tierra. No aceptaría el desafío, ni sería conmovido por la tentación. Se mantuvo
firme en lo afirmativo. "No sólo de pan vivirá el hombre"," dijo, "sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios" (vers. 4).
Cristo se sostuvo por
toda palabra de Dios, y prevaleció. Si nosotros asumiéramos la misma actitud
cuando somos tentados, negándonos a acariciar la tentación o a discutir con el
enemigo, la misma experiencia sería nuestra. Cuando nos detenemos a razonar con
el diablo es cuando somos vencidos. Es tiempo de que individualmente tomemos
conciencia de que estamos en plena contienda, optemos por la afirmativa a los
ojos del Señor, y allí permanezcamos. Así obtendremos el poder divino prometido.
"Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por
su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y
excelencia" (2 Ped. 1: 3).
Existe cosa semejante como ser partícipe de
la naturaleza divina. Todos seremos tentados en diversas maneras, pero en tales
circunstancias es necesario que recordemos que se hizo provisión por medio de la
cual podemos vencer. . . El que verdaderamente cree en Cristo es hecho partícipe
de la naturaleza divina, y tiene poder del que puede apropiarse frente a cada
tentación. No caerá en ésta ni será abandonado a la derrota. En tiempo de prueba
reclamará las promesas, y gracias a ellas escapará de las corrupciones que
llenan el mundo por la concupiscencia.
Pensamos que nos cuesta
permanecer en esta posición ante el mundo; y así es. Pero, ¿cuánto costó nuestra
salvación al universo celestial? Para hacernos partícipes de la naturaleza
divina el Cielo dio su más preciado tesoro. El Hijo de Dios puso a un lado su
manto real y su corona regia, y vino a nuestro mundo como un niño. Se prometió a
sí mismo llevar desde la infancia hasta la adultez una vida perfecta. Se dedicó
a mantenerse en un mundo caído como representante del Padre. Y moriría en favor
de la raza perdida. ¡Qué obra fue ésta! Si fracasaba, si era vencido por la
tentación, un mundo se perdería (Manuscrito 99a, del 29 de agosto de 1908,
"Llamados por su gloria y excelencia", sermón predicado en Loma Linda,
California).
No hay comentarios:
Publicar un comentario