"Vuelve
ahora en amistad con él, y tendrás paz; y por ello te vendrá bien." Job. 22: 21.
El amor por Dios debería guiarnos a encontrar verdadero placer en
conocer y hacer su voluntad. Así estaremos diariamente mejor preparados para ser
vencedores, para ser ejemplos del poder que tiene la gracia celestial para
elevar y ennoblecer a los seres humanos. Cristo fue tentado en todo punto como
nosotros, no obstante El venció. Y hoy espera oír y responder los fervientes
pedidos de sus hijos en favor de la gracia que los capacitará para triunfar.
Sean amables con quienes se relacionen; así lo serán también con Dios.
Alábenlo por su bondad; así se constituyen en sus testigos, y se preparan para
asociarse con los ángeles. Están aprendiendo en este mundo a cómo conducirse en
la familia de Cristo en los cielos.
No demoren en familiarizarse con los
principios que los hijos de Dios deben seguir. Estamos aquí para imitar el
carácter de Cristo y familiarizarnos con su bondad, su humildad. Esto nos
colocará donde nuestra foja de servicios indique: "Estáis completos en él" (Col.
2: 10). Por la paciencia, la amabilidad, el dominio propio, hemos de mostrar que
no somos del mundo, que día tras día estamos aprendiendo las lecciones que nos
harán idóneos para entrar en la escuela superior.
Cuando los redimidos
de Dios sean llamados al cielo, no dejarán tras ellos el progreso que lograron
en esta vida al contemplar a Cristo. Continuarán aprendiendo más y aun más
acerca de Dios. Llevará sus logros espirituales a las cortes celestiales, sin
dejar en este mundo nada de origen divino. Cuando los libros del cielo sean
abiertos, se le asignará a cada vencedor su parte y su lugar allí, según el
perfeccionamiento que haya alcanzado en esta vida.
Los hijos y las hijas
de Dios se sienten impulsados a perseverar en la tarea de vencer cuando cada día
comprenden que necesitan aprender del Espíritu Santo la senda del bien y la
justicia. Ninguna obra falsa tiene lugar en su servicio. Todos los días se dan
cuenta de que deben mantener firme su confianza desde el comienzo hasta el
final. Cuando alguien se desvía del sendero recto, el Espíritu Santo, obrando en
su mente, lo lleva a confesar su error de modo que pueda servir de advertencia
para que otros no hagan lo mismo. Nadie debe creer que su posición es tan
exaltada que no necesita reconocer sus faltas, no sea que los demás lo tengan en
poca estima. . .
Nunca debería un hombre ser tan orgulloso como para no
poder admitir: "Me he equivocado". Lo menos que puede hacer después de haber
pecado es dar evidencias de su tristeza y arrepentimiento. Quienes así procedan
serán honrados por Dios, aunque cometan errores (Manuscrito 31, del 22 de agosto
de 1903, "Enseñanzas del tercer capítulo de primera de Juan").
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