"Pues
me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste
crucificado." 1 Cor. 2: 2.
No critiquen a los demás. Este espíritu está
consumiendo los órganos vitales del pueblo de Dios. No podemos permitirnos
acumular desechos. El Cielo ve lo que ocurre como resultado de acumular las
inmundicias de las palabras. ¿Qué sucedería si decidiéramos no agregar nada a
ese cúmulo de expresiones descuidadas, vanas y tontas? Tenemos que realizar la
obra más sagrada y solemne. . .
Es necesario que erradiquemos el montón
de basura que se ha amontonado. ¿Cómo? "Limpiémonos de toda contaminación de
carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios" (2 Cor. 7:
1). Cultiven la piedad personal. Dios nos preguntará: "¿Quién ha conocido la
mente del Señor?", para poder instruirnos, y para que podamos decir: "Tenemos la
mente de Cristo". Entonces desaparecerá la inmundicia de las palabras perversas.
Que el Señor nos llene de su espíritu y toque nuestros labios con un carbón
encendido del altar. Fervientemente, velando, esperando y trabajando, hemos de
ser "en lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu,
sirviendo al Señor" (Rom. 12: 11).
La iglesia es el único objeto en este
mundo en el cual se centra el intenso interés de Cristo, por el cual tiene
incesante cuidado. Esta iglesia está comprometida en la tarea de obtener el
conocimiento de Dios y Jesucristo, que es vida eterna para todos los que lo
reciben. Dios busca en cada alma principios firmes que se revelen en palabras y
acciones. Entonces sacarán del tesoro de su casa palabras cargadas con los
principios de la verdad eterna.
No tenemos tiempo de alabar al diablo,
ni tiempo ni voz para criticar. Hemos de mostrar que la gracia de Cristo mora en
nuestros corazones. Su influencia se manifestará, no importa con quienes
estemos, por medio de palabras de la más profunda relevancia, que involucren
consecuencias tan perdurables como la eternidad.
En esta etapa de la
historia terrenal no podemos debilitar nuestra mutua influencia. La lucha
cristiana es reñida y difícil. Tenemos que enfrentarnos y combatir con enemigos
invisibles, y debemos estar en armonía con los agentes celestiales que están
procurando limpiarnos de la inclinación a criticar a nuestros hermanos, a emitir
juicio sobre ellos. El Señor desea que permanezcamos bajo el yugo de Cristo. . .
Hemos de creer y amar la verdad por causa de Cristo. Debemos elevarnos
más y más en pureza [y] conocimiento. Somos testigos de Cristo. No hablemos
entonces de las dificultades ni meditemos en nuestras pruebas, sino acerquémonos
al Señor Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe. Contemplándolo,
estudiando y hablando de El, nos transformamos a su imagen (Carta 119, del 13 de
agosto de 1899, dirigida a un matrimonio que trabajaba en los estados del sur de
Estados Unidos).
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